Chardin, en esta ocasión como un gran relojero, suelta resortes desde un punto inicial en sus pinturas, y desencadena todo con delicadeza y precisión.
Es admirable la intensidad de algunas partes y el crudo realismo (como en la “Liebre de la pólvora”, 1728) recibiendo al visitante de esta deliciosa exposición, frente a los fondos ambiguos de la escena, como un ejercicio abstracto. Y cómo los soportes de su espacio, donde ancla los objetos, y los objetos mismos, se convierten en juegos de arquitectura, mecanos y circuitos por los que se deja la mirada resbalar.
Podrías estar horas absorto en cada obra, entendiendo cómo pone a tu alcance el ala desplegada de la perdiz colgante de Karlsruhe (1928), con su brillante concavidad tendida como un puente que llega a las ciruelas.
De su afamada raya del Louvre dijo Diderot: “que era un secreto cómo el talento podía salvar el rechazo de ciertas cosas repugnantes”, y así surge la belleza entre lo considerado feo. Es bella en esta pieza su armonía de composición, los blancos equilibrios, los juegos que se adentran y se atrasan hacia/desde el plano del espectador, y hasta las tripas de la raya, brillantes y sensuales como carne de la amada.
Chardin es como un mago, como un ilusionista dejándonos miguitas en el recorrido de lo que nos quiere presentar (o migas literalmente: “Los preparativos de un almuerzo”, 1726-27).
Relojero, arquitecto, Pulgarcito… construyendo sus juegos celulares bajo la aparente cotidianeidad.
Y, de repente, hay un punto de inflexión: en 1733 Chardin comienza a introducir personas, por motivos artísticos y porque el mercado los pagaba mejor. Pero los nuevos habitantes de sus obras saben ensimismarse para no evaporar el encanto de sus micromundos aislados del exterior. Y sólo un macaco tiene la osadía de mirarnos desafiante e interpelador (“Los atributos de las artes”, 1731).
Sin embargo, prefiero sus composiciones desde el 48, cuando vuelve al bodegón. En los 50 y 60 los complica aún más que en sus inicios, con docenas de frutas, porcelanas, orfebrería y cristal. Y desarrolla un cuidado excepcional por las luces y las sombras, las transparencias y reflejos vaporosos como en una evanescente ensoñación.
Cuando vuelva a Aranjuez cada mañana, y vea tendidas en la carretera todas esas piezas arrolladas y en proceso de descomposición, ya no parecerán tan nauseabundas, y pensaré en los conejos de Chardin del Museo de Amiens (1755), donde a buen seguro aprendió Renoir los reflejos azules para sus carnaciones.
Chardin:
Museo Nacional del Prado 1 marzo-29 mayo 2011
Edificio Jerónimos planta 0 salas A-B
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