sábado, 19 de marzo de 2011

Jean Siménon Chardin (1699-1779)


Se hace evidente otra vez la teoría de las obras de arte como grandiosas maquinarias que funcionan.
Chardin, en esta ocasión como un gran relojero, suelta resortes desde un punto inicial en sus pinturas, y desencadena todo con delicadeza y precisión.
Es admirable la intensidad de algunas partes y el crudo realismo (como en la “Liebre de la pólvora”, 1728) recibiendo al visitante de esta deliciosa exposición, frente a los fondos ambiguos de la escena, como un ejercicio abstracto. Y cómo los soportes de su espacio, donde ancla los objetos, y los objetos mismos, se convierten en juegos de arquitectura, mecanos y circuitos por los que se deja la mirada resbalar.
Podrías estar horas absorto en cada obra, entendiendo cómo pone a tu alcance el ala desplegada de la perdiz colgante de Karlsruhe (1928), con su brillante concavidad tendida como un puente que llega a las ciruelas.
De su afamada raya del Louvre dijo Diderot: “que era un secreto cómo el talento podía salvar el rechazo de ciertas cosas repugnantes”, y así surge la belleza entre lo considerado feo. Es bella en esta pieza su armonía de composición, los blancos equilibrios, los juegos que se adentran y se atrasan hacia/desde el plano del espectador, y hasta las tripas de la raya, brillantes y sensuales como carne de la amada.
Chardin es como un mago, como un ilusionista dejándonos miguitas en el recorrido de lo que nos quiere presentar (o migas literalmente: “Los preparativos de un almuerzo”, 1726-27).
Relojero, arquitecto, Pulgarcito… construyendo sus juegos celulares bajo la aparente cotidianeidad.
Y, de repente, hay un punto de inflexión: en 1733 Chardin comienza a introducir personas, por motivos artísticos y porque el mercado los pagaba mejor. Pero los nuevos habitantes de sus obras saben ensimismarse para no evaporar el encanto de sus micromundos aislados del exterior. Y sólo un macaco tiene la osadía de mirarnos desafiante e interpelador (“Los atributos de las artes”, 1731).
Sin embargo, prefiero sus composiciones desde el 48, cuando vuelve al bodegón. En los 50 y 60 los complica aún más que en sus inicios, con docenas de frutas, porcelanas, orfebrería y cristal. Y desarrolla un cuidado excepcional por las luces y las sombras, las transparencias y reflejos vaporosos como en una evanescente ensoñación.
Cuando vuelva a Aranjuez cada mañana, y vea tendidas en la carretera todas esas piezas arrolladas y en proceso de descomposición, ya no parecerán tan nauseabundas, y pensaré en los conejos de Chardin del Museo de Amiens (1755), donde a buen seguro aprendió Renoir los reflejos azules para sus carnaciones.

Chardin:
Museo Nacional del Prado 1 marzo-29 mayo 2011
Edificio Jerónimos planta 0 salas A-B

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