sábado, 19 de enero de 2013

El hilo de Ariadna

 
 
Y entonces penetró en el laberinto, con las letras de Plensa dando corporeidad a sus suspiros, a los hombres que arropaban su deseo y a su propia soledad. Y la música en aquella película de Angelopoulos le recordaba que el camino en el que se encontraba ya se había comenzado bastante tiempo atrás.

Traspasó la cortina de la casa de Lucrecio: Pompeya nuevamente, como un lugar seguro en el que había experimentado la púber felicidad. El laberinto es también para iniciados. Las canas ahora le estaban respaldando y pisaba con seguridad. Las sombras se esfumaban en el camino a Cnosos. Recordó aquellos días a finales de octubre en que buscaba fotos para proyectar en clase y sintió que afilaba su sonrisa y las arrugas en sus ojos entornados para relamerse maliciosamente con su vida actual.

Constant en cambio, sí era un descubrimiento. No en vano el propio narrador de Ariadna le había encomendado ese verano estar atenta a la llamada del hilo en tensión, porque del hilo penderían hallazgos. Los planos verticales, laberintos rampantes en esta ocasión, como redes que embrollan, como nuevos trucos en los que dejarse caer. Y demorarse, por fin. ¡Tan rápidos se fueron sus dos últimos días! Todos alrededor lo venían advirtiendo. Y sabía que se estaba empezando a cansar, y a cansarles, con su terco galope, y que si no se detenía en breve el delicado equilibrio de su vida oscilaría de la plenitud a la infelicidad, sin poder evitarlo. Y perdería el hilo.
Pero para eso necesitaba más sol, o una bañera, donde volver a hilvanar el filamento ingrávido de Ariadna, entre pompas espumosas, vapor y remotas fragancias.

Y así llegó a Adolph Gottlieb, quien brindó la yuxtaposición. Cuando uno pasa la valla en primer plano se abre el camino más allá del caos. Se encuentran signos que marcan el camino y asideros cromáticos, gestuales y recónditos a través de los que penetrar en el espacio y llegar hasta el final.

 
No le quedaban deseos que pedirle al oráculo de al lado. Sus aspiraciones y secretos se los había aireado a un par de oídos o tres algunos meses más atrás, y las remotas apetencias que brillaron un instante esa mañana entre su taza de té y el pelo húmedo al confirmar  en la agenda que, por segunda tarde y consecutivamente le esperaba su clase de inglés, las empleó en hacer un chiste a sus alumnos. Ya sabía que cuando se contaba algo antes de tiempo nada se cumplía, pero ni siquiera le importó. Aquellos ojos expectantes a lo que decía de lunes a viernes ¡le tenían tan interesada! y manejar a su antojo sus risas sincronizadas le satisfacía mucho más.

 
Buscó “Lo bello y lo siniestro” de Eugenio Trías en los seis mil doscientos setenta y cuatro libros descargados que brindaba aquel ordenador, pero no estaba incluido. Quería dejarlo expuesto a los otros visitantes, porque pensó que eso sí era enmarañar el hilo y meterse en la historia, aunque fuera por azar. Como cuando encontró la dedicatoria de “Lo bello y lo siniestro” después de dar las gracias fríamente, guardarlo apresurada y no volverlo a hojear.
Por el momento ese libro era su prioridad como el hilo de Ariadna era infinito.
 

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