Una mujer joven, de algo más de treinta años, pasa los dedos
cuidadosamente sobre el cerco de la puerta abatible de un armario empotrado.
Sus uñas, esmaltadas en un brillante rojo bermellón, contrastan con una pequeña
mancha, también roja, pero reseca y oscura, adherida a una muesca en la madera.
Tira del picaporte pero no consigue abrirla.
Las sombras de la
tarde van ganando terreno en la pared estucada, y el gris perla se está
volviendo negro. La mujer se dirige al interruptor de la luz, para encenderlo.Fuera de su habitación todo está en calma. No se oye ningún ruido. Tampoco dentro, sólo un leve chasquido cuando la luz empieza a iluminar, creciendo progresivamente en intensidad, hasta que múltiples haces cegadores se desparraman por todas direcciones y hacen que la mujer, que había levantado la vista hacia el techo blanquísimo de la habitación, reaccione cerrando los ojos bruscamente, deslumbrada.
En décimas de segundo baja su cabeza para encararse con la
puerta del armario, y abre los ojos a la vez. Los perfiles vuelven a hacerse
nítidos y ahora puede distinguir perfectamente la superficie pulida y rosada de
la moldura del armario, en madera de ciprés, con una única tara, a la derecha
del picaporte, la veta rehundida por un golpe seco y certero,
sin astillas, y relleno de una especie de goterón pastoso.
Ahora su boca se tuerce ligeramente, en un gesto de leve
repugnancia. Su nariz se ensancha mientras toma aire profundamente, contiene la
respiración y concentra sus dos manos en el picaporte, cogiéndolo con fuerza,
mientras se impulsa hacia atrás.
Los implacables rayos del halógeno, centelleando justamente
sobre su cabeza, y el esfuerzo por abrir la puerta atascada, le han resaltado
algunos brillos en la frente. Sus poros se dilatan. Sus pupilas crecen.
Al instante siguiente la mujer pierde el equilibrio y una
gran fuerza se le viene encima, por lo que se tambalea. La puerta de madera se
ha soltado por fin y un gran volumen, sin forma definida, sobreviene detrás. Del
bulto se desprende algo largo y moldeado, como con vida propia, que se queda
oscilando en uno de sus extremos, sin caer al suelo y sin soltarse del resto de
la masa, amoratada y sucia.
Por fin vuelve la calma, y cuando todo deja de moverse se
percibe claramente la forma de un brazo, pendiendo del cuerpo de un hombre de
unos cuarenta años, doblado y aplastado, que recuerda a un edredón.
Foto de Lyndon Wade
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